viernes, 9 de mayo de 2025

La edad de los toros tiene varios grados

 

LA EDAD DE LOS TOROS DE LIDIA



  Por: Ernesto Gutiérrez

   


La edad de los toros tiene varios grados a los cuales se les nombra de diferente manera.
Cuando el toro nace recibe el nombre de recental. Al cumplir un año se le conoce como añojo. Utrero cuando tiene tres años y cuando tiene los cuatro años, cuatreño. Cinqueño cuando tiene los cinco años de edad.
Si por alguna razón se llegan a lidiar erales estos van a festejos sin picadores. A novilladas picadas se mandan los utreros.
Para que el toro pueda merecer ese nombre tiene que haber cumplido los cuatro años. Antes de eso, sera choto, becerro, novillo, pero nunca toro.
La edad es la condición esencial del toro de lidia y es la que le da el sentido y el poder.
La edades se reflejan en la dentación. Los dientes del  ganado vacuno se les clasifica como Caducos o de leche permanentes. Los primeros se expulsan a la edad de dos años.
A los tres aparecen los primeros dientes medianos y a los cuatro los segundos.
Cuando el toro cumple cinco años salen los extremos.
Un sintoma externo de la edad de los toros es lo que se puede apreciar en los anillos de los cuernos. El brote corneo se puede ver en un anillo en la mazorca. A los dos años un nuevo anillo sigue al anterior. Cuando se cumplen los cuatro años surege un anillo definitivo y asi sucesivamente. Otros indicios de la edad de los cornupetas es la seriedad de la cara, lo largo del rabo y el tamaño de los testículos.
Ojalá y en todas las plazas del mundo salgan verdaderos toros por la llamada puerta de los sustos para seriedad y beneficio de la fiesta taurómaca.

  Por: Ernesto Gutiérrez





viernes, 17 de enero de 2025

Un dia como hoy se fundo la ciudad de Lima

 


LA GENTITA


por Josefina Barrón


Cierto día de enero de 1535, puso don Francisco la primera piedra de una ciudad que hoy crece en los arenales y el primer madero de una iglesia que hoy se permite rezar en las redes sociales. Había dejado atrás sus inicios de criador de cerdos en Extremadura. Era a lo que se dedicaba su familia. El pastoreo. Pasó a ser soldado el hombre; político, conquistador, aventurero. Era el gobernador. Se había ganado el rango luego de años de audaces experiencias en el camino de la vida. 

Había elegido a Tinoco, un cura de condición humilde para oficiar la misa por la fundación de Lima. Don Francisco vestía, como siempre, todito de negro, con la cruz roja de Santiago en medio del pecho, y usaba, como el Gran Capitán que ya era, sombrero blanco y zapatos de piel de venado. Los indios que componían el séquito del distinguidísimo curaca Taulichusco estaban extrañados ante la copiosa y blanca barba de ese hombre que traía consigo aquellos animales sobre los cuales parecían fundirse los extranjeros. Caballos eran estos cuadrúpedos nunca antes vistos.

Tampoco habían gozado belleza tan exótica como la de
Beatriz, mujer del veedor García de Salcedo, hermosa morisca de curvas más que sinuosas, de piel oscura como la de los andinos, pero de raza única. Dicen las crónicas que Beatriz podía convencer a Pizarro de lo que Riquelme, Tesorero Real, con todo su razonamiento matemático no lograba. Y recordando a Alonso de Riquelme, allí estaba ese feliz y fatídico día en que se fundó Lima, viejo ya, seguro con un calor de marras debajo de sus terciopelos y oropeles, bien a las cadenas y sortijas de oro, víctima de gota, de gula, de obesidad, poco dado a otra aventura que no fuera el gusto por la burocracia. Cómo heredamos de Riquelme la tendencia por tal cosa como la burocracia ¿no es así Papá Estado? Quizás por todo eso se hacía llevar sobre una silla el gordinflón y mofletudo, una silla desde la cual se persignaba, seguramente confesándose a sí mismo algunos pecadillos vinculados a dineros mal habidos y quizás a alguna falda rota a destiempo, quién sabe. Pecadillos o pecadotes como los que se siguen cometiendo en nombre del Estado y de Dios, joer macho.


No podían faltar ese día aquellos emisarios que enviara Pizarro a buscar el lugar ideal para fundar Lima. Tremendo encargo había sido ese. Alonso Martín de Don Benito había acompañado al conquistador desde que cruzaran el Istmo de Panamá. Fue él el primer europeo en llegar y tocar las aguas de la Mar del Sur, el recién descubierto Océano Pacífico, antes que Balboa, antes que Pizarro, antes que nadie. Allí estaba, al lado de Juan Tello y de Ruy Díaz, viejo y recio barbiblanco como Pizarro, socio y amigo desde siempre. Lo que no sabría del conquistador ese hombre. Pagaría por hablar con él. 

Dos mujeres presenciaban el acto: Francisca Pizarro e Inés Muñoz. Tremendo par. La primera, una niña todavía, era hija del conquistador con Inés Huaylas, supuesta hermana de Huáscar y Atahualpa. Francisca la mestiza tuvo una vida plena en las cortes de España, fue amiga de reyes y heredera de la fortuna que amasó su familia, como cuentan, como se sabe, como fue pues. Vida de reyes, reina ella de sangre azul y piel capulí la Paca. La otra que estaba ese día, Inés Muñoz, su tía por ser esposa de Francisco Martín de Alcántara, adorado hermano por parte de madre del conquistador, la rescató y protegió cuando el conquistador fue asesinado por los almagristas. Doña Inés, además, fue quien por primera vez sembró y produjo trigo en el Perú.

Habría ese 18 de enero esclavos negros, indios de
Nicaragua, de Jauja y del Callejón de Huaylas, del valle del Rímac, del Chillón y de Lurín con sus diademas de plumas seguramente de guacamayos y de otras aves exóticas, plumajes recogidos desde el Antisuyo y primorosas ofrendas de fibra de vicuña desde el rascacielos andino. Imagino que alguna piel de otorongo traída también de nuestra Amazonía. Dejaría de ser el legendario vergel Lima; sería poco a poco silenciado el río, o los ríos, pues tres ríos alimentaron la decisión de fundar aquí la ciudad de los reyes, la de los reyes magos, y pronto la casa de Pizarro alzaría su ronca, prepotente voz. 

Y aquí estamos pues, los hijos de ese día, los hijos de esos ríos, los hijos de esos indios, de esos gordos flatulentos y de esos flacos barbudos y temerarios, los hijos de esos negros audaces o nada más incautos y de esas curvilíneas moras, los hijos de esos arenales y de los nativos a los que se les arrancaron otorongos y plumajes de sus selvas, los hijos de esa muy mal parida burocracia (que no siempre tiene que serlo). 


Somos los hijos de esos tiempos y esas aventuras, los hijos del Estado y del estado de cosas, los hijos saliendo adelante a pesar de todo, pues eso es lo que somos, los reyes de la ciudad de los reyes, los reyes magos pues que hacemos magia para seguir aquí ilesos la hacemos. Somos nosotros la gentita, aunque insistan en desmoralizarnos con un bocinazo en el tímpano izquierdo, un dedo medio en la retina, una chaveta en el cogote, un hilo de sangre en la yugular. O con esa bendita yuca a medio meter con la que tenemos que andar de aquí para allá y, como el buen Machado diría, hacer camino al andar. Somos los hijos de Lima, a mucha honra y con algo más que miedo que no logro saber aún qué es ni cómo se siente. Pero no se siente tan mal como para fugar. Al menos no yo.


La edad de los toros tiene varios grados

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